En el silencio estrellado la luna daba a la rosa
y el aroma de la noche le henchía, sedienta boca,
el paladar del espíritu,
que adurmiendo su congoja
se abría al cielo nocturno de Dios y su Madre toda.
Toda cabellos tranquilos,
la luna, tranquila y sola,
acariciaba a la tierra
con sus cabellos de rosa
silvestre, blanca, escondida.
La Tierra, desde sus rocas,
exhalaba sus entrañas
fundidas de amor, su aroma.
Entre las zarzas, su nido,
era otra luna la rosa,
toda cabellos cuajados
en la cuna, su corola;
las cabelleras mejidas
de la luna y de la rosa
y en el crisol de la noche
fundidas en una sola.
En el silencio estrellado la luna daba a la rosa mientras la rosa se daba a la luna, quieta y sola. Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende.
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